En el proceso de cocinar arroz en leche azucarada está permitido remover. No como en la fabada, donde cualquier utensilio externo está prohibido. Remover incansablemente durante todo el proceso garantiza tres cosas: que el arroz alcanzará su punto impregnándose de todos los sabores, que un eventual exceso de calor no quemará la base del producto... y que el brazo del oficiante terminará al límite de la tendinitis. Todo paraíso tiene su propio demonio.
Por Jorge Silva
En la Asturias más genuina, la acogedora e inconquistable, los jóvenes se reúnen a comer con tanta frecuencia como los jóvenes de Tordesillas o Almería capital quedan para salir, tomar cañas y charlar. No se concibe una reunión, un acto social, sin una buena mesa de por medio. Y nada de bobaes: a la menor provocación, el duelo es a cuchara, y después con el resto de los metales. Los más audaces, después de colocarse entre pecho y espalda dos o tres platos de pote o fabada, compiten por saber quién es capaz de comerse más metros cuadrados de cachopo. Y los decididamente incombustibles se atizan después una o dos raciones de arroz con leche. De este postre suculento queríamos hablar hoy.
¿Es un pudin?
No está claro si el arroz con leche tiene nacionalidad. No se sabe quién lo inventó, pero dada la naturaleza de los ingredientes pudo ser cualquiera, en un entorno sin hambre extrema, suficientemente libre de agobios como para tener a mano productos tan ricos y nutritivos, más el capricho o la intuición de mezclarlos. Se me ocurre un origen accidental, de la sorpresa al Eureka, del qué es esto al mira qué rico, con destino final en esta especie de pudin de arroz. Y aunque se parezca mucho a un pastel o pudin de arroz, Inglaterra seguro que no tiene nada que ver. Ellos, los ingleses sobre todo y los británicos en general, creen que lo bordan, pero es mentira. El lado celta les concede algún destello en repostería, pero en materia de gastronomía la contribución británica va poco más allá del haggis y el concentrado de ballena.
Origen y nacionalidades aparte, cuando hablamos de arroz con leche, esa especialidad que bordan en Asturias, regresa otra vez el recuerdo de la inefable Matilde Fontanellas, a cuya muñeca se rendían viandas de toda especie, desde las más humildes, que convertía en exquisiteces, a las más refinadas. Buena conocedora del campo y el entorno, conversadora incansable, persona leal y buena, tenía el don de atraer simpatías. Eso le permitía saber de primera mano -y concertar enseguida catas y suministros- dónde y cómo se producían las mejores materias primas, quién era el responsable o quién el interlocutor. Por eso Matilde tenía siempre en casa la mejor sidra, el compango más sabroso o las mejores granjinasartesanas de la comarca. Y si mostrabas interés por alguno de aquellos manjares, Matilde te ponía enseguida en contacto con el productor.
Así que volvemos a hablar de Matilde, de sus manos de cocinera y del arroz con leche que salía de aquella muñeca prodigiosa. Sacudía la olla con insistencia durante todo el proceso, durante aquella hora/hora y media de alquimia, con breves incursiones de la cuchara de madera y nuevas dosis de leche tibia, a medida que el arroz ganaba consistencia. El esplendor del resultado tenía mucho de riesgo físico. Aquel arroz con leche, trabado con arte, mimo y esfuerzo, era un verdadero prodigio. Replicarlo ha sido siempre un desafío y, claro, no lo he conseguido nunca. El camino de la perfección consiste en intentarlo aun después de comprobar que es inútil.
Ingredientes
Leche fresca, un litro y medio
Arroz, 400 gr
Canela, una rama
Piel de un limón
Vainilla, un trozo
Sal, una pizca
Leche condensada, 250 gr (o azúcar, 200/400 gr)
Mantequilla, 80/100 gr
Chinchón dulce, un chupito (o semillas de anís, o hinojo)
Procedimiento
Algún día reflexionaremos sobre un asunto no menor relacionado con nuestra dieta: qué pasa con la leche. Mientras llega ese momento, diremos que para un buen arroz con leche es preferible utilizar leche fresca, esa leche entera pasteurizada que es preciso mantener en frío y que debe consumirse enseguida, pues no aguanta siglos como la leche envasada corriente, y menos fuera del frigorífico.
Ponemos a calentar la mitad de la leche en una olla grande, de asas cómodas. Añadimos ahí la canela, la vainilla y la piel de un limón, que harán una infusión lenta. Sólo si se desgarran o rompen, y preferiblemente hacia el final del proceso, podemos sacar estos ingredientes para que no estorben. Pero sólo cuando hayan dejado todo su perfume.
Antes de que la leche rompa a hervir, añadimos el arroz y empezamos a remover. Hay que moderar el fuego para evitar la ebullición plena... y que el arroz se arrebate o, peor aún, se nos queme. Además, el arroz tiene que cocinarse mínimamente antes de añadirle azúcar; de lo contrario cabe que se nos pegue. La receta consiste en aportar calor sin que el cocimiento se pegue en el fondo de la olla. Una filigrana, desde luego.
Leche condensada
El guiso irá ganando en consistencia y viscosidad, de ahí la conveniencia de ir añadiendo leche tibia al ritmo que sea preciso. Es un buen momento también para incorporar la mantequilla y, una vez diluida ésta, la leche condensada. En mi caso, la leche condensada será todo el aporte de azúcar; prefiero esta alternativa porque permite controlar (en mi caso limitar) el dulzor final, añadiendo de paso una cremosidad que es difícil conseguir de otra manera. Una buena leche condensada, claro. Quienes prefieran algo más dulce pueden poner azúcar sin más, en las cantidades sugeridas más arriba. Sin olvidar un pellizco de sal, claro.
¿Y qué cantidad de leche? La que pida, sin más. Por experiencia, 350/400 gr de arroz suelen necesitar un litro y medio de leche o algo menos, pero el procedimiento debe adaptarse siempre a la marcha de la preparación, a la temperatura que hayamos determinado como ideal y al tipo de arroz. El cocimiento tiene que ir borboteando MUY DESPACIO, nunca en ebullición plena, y lo daremos por terminado cuando el arroz esté en su punto. Va en gustos, pero está bien parar el fuego cuando el arroz está aún UN POCO ENTERO. En el primer enfriado y después del trasvase al recipiente definitivo el calor residual, muy abundante en el caso del arroz, seguirá cocinando éste. De manera que si hemos elegido un punto completo para el arroz, es fácil que una vez en la fuente se nos haya pasado. Ensayo y error, como los físicos de antaño (los físicos mejor que los químicos: estos últimos no disponían siempre de segundas oportunidades).
Como un Chinchón, nada
Volvamos a la mitad del proceso. Cuando el arroz está bien trabado, pero no hecho del todo, favorece mucho el resultado poner un chupito de Chinchón y seguir removiendo. Hay quien prefiere un chorrito de brandy, o incluso uno de esos licores de naranja que tanto gustan en Francia, pero como el toque de anís, nada. Tanto es así, que si no tuviéramos anís, ni ganas de probar con otros perfumes alcohólicos, un buen remedio es hacer una infusión de semillas de anís o de hinojo en leche bien caliente. Se tienen ahí cinco minutos, se machacan en el mortero, se cuelan y listo. Da un toque muy rico y natural.
Al final, con el arroz ya en su fuente definitiva, unos espolvorean canela o vainilla, otros rayan piel de limón, y aún otros más no hacen absolutamente nada. Matilde prefería espolvorear un poco de azúcar y requemar la superficie con una espumadera incandescente. Cuando le pregunté si era influencia de la crema catalana, respondió muy airada que la crema quemada poco menos que la había inventado su tatarabuelo. Hoy coronamos el resultado con canela en polvo, que era la opción de la madre de Bárbara. Va por ti, Elsa, aunque no habrá quedado igual, claro.
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