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Foto del escritorLa cocina de Bárbara

Boquerones en vinagre

Esta proclama no nos servirá en diciembre, así que vayamos al grano: estamos casi en junio y empieza la temporada de la anchoa, que se extiende hasta bien avanzado el verano. Va siendo el momento adecuado para irse haciendo con buenos ejemplares, esos que se capturan en todo el Cantábrico, en amplias zonas del Mediterráneo y el “mar de Alborán”, pero también en el Gran Sol y en casi toda la costa atlántica. Hay que actuar con determinación, porque en materia de boquerones y anchoas somos como quien dice el último mono en la cadena trófica.

Por Jorge Silva


Estos pececillos hacen mucho ejercicio y se alimentan básicamente de plancton, lo que explica su sabor exquisito y la delicadeza de su carne. También crecen relativamente despacio, lo que justifica las correspondientes paradas biológicas, sin las cuales la población de boquerones se quedaría en cuadro... y adiós boquerones en vinagre, anchoas en salazón o racimos de victorianos en fritura.

Boquerones, bocartes, anchoas... En cada región se llaman de una manera, pero el animal es el mismo. Cualquiera diría que es un pariente menor de la sardina, pero de sabor menos intenso, textura más fina, cuerpo más alargado y hocico algo puntiagudo. Como una sardina más pequeña y de cuerpo más alargado, pero un boquerón no es una sardina. Echándoselos a la cara, es imposible confundirlos.

Aunque en algunas localidades del Cantábrico una anchoa es sin más un boquerón, y no necesariamente el tratado con salmuera, la convención más universal es que una anchoa es un boquerón que ha pasado por ese proceso, tras el cual tiene ese sabor característico que consiguen con igual maestría en Laredo o en L'Escala, y en Candás, Águilas, Bermeo, Alcañiz o Salou. Con peculiaridades que otro día analizaremos (sin tardar mucho, por aquello de la temporada alta), porque hoy vamos a referirnos a los boquerones en vinagre.


Casi todo el que ha escarbado un poco hasta encontrar el mejor procedimiento para prepararlos termina convirtiéndose en ese jugador de mus, o de golf, convencido de haber escrito “el libro” él mismo. Todos tienen razón, sus razones, pero creedme cuando os digo que la catedral del boquerón en vinagre ya no existe. Ya no es posible asediar ni tratar de persuadir a sus camareros y cocineros, en busca de la fórmula magistral. Desapareció, révolu, caput. Ahora es un edificio de oficinas.

El grial del boquerón en vinagre estaba guardado en un establecimiento madrileño del barrio de Estrecho, un bar que abría a dos fachadas en una esquina de una sola altura (oh, desperdicio inmobiliario) pero que abría cuando quería. O cuando había buen pescado disponible, pero básicamente cuando a su propietario le venía en gana. Ese era su infierno, el de no saber cuándo encontraríamos abierta la taberna en cuestión, con sus boquerones en vinagre, sus tapas de mejillones con anchoas, aquel vermut de grifo de Reus que no he conseguido volver a probar ni en Reus o Cambrils, cerveza de triple serpentín, vasos como es debido, unas tortillas de camarones que los parroquianos se caían de los taburetes...

Perseguí aquella receta durante años, pero no obtuve más que fragmentos de una revelación seguro que deslumbrante. Ténganse en cuenta que el establecimiento no siempre estaba abierto, que la edad promedio del personal llevaba a rotaciones poco habituales y que, en efecto, este personal no estaba muy interesado en soltar el secreto entero. Me lo entregaron a trozos, y con esos trozos he hecho todo lo que he podido.

En algún momento he logrado boquerones magistrales, pero de repente ha llegado algún desaprensivo y, con un proceso abreviado e insultante, los ha mejorado. De hecho conozco a un individuo que vierte los cadáveres decapitados en un tupper, pone vinagre hasta el borde y lo mete todo al congelador. Ese es su tratamiento. Inadmisible. Pero él, claro, los encuentra riquísimos, insuperables. Y así es como proliferan, inmunes a la crítica, tantos rufianes y oportunistas.

Incluso si vivimos al lado de un buen puerto pesquero, es mejor ahorrarse eso de ir a pintar la mona a la subasta de la lonja, porque lo más que conseguiremos, si no somos primos de un patrón de barco o cosa por el estilo, será un bufido. Mucho mejor el gran mercado, a primera hora. A las cinco de la mañana, si es uno de esos grandes centros logísticos con venta al público, que afortunadamente ya existen, y proliferan.

La cuestión es encontrar un producto de primera calidad. Sin buena materia prima, cualquier esfuerzo será inútil. Si ese día no hay los peces que necesitamos, porque el mar no los ha dado o porque los mayoristas nos los han quitado de las manos, demos por bien empleado el madrugón contemplando los colores de la fruta, la verdura, los pescados, las carnes, las especias, los nuevos productos de una nueva alimentación. Los boquerones, mañana sin falta.

Ya es mañana y volvemos a la carga, pero el día anterior ha sido duro y no ha sido posible estar en Mercatal o Mercacual al filo del alba. Bien. Un buen mercado, y vuelve a haber muchos mercados muy buenos, tendrá boquerones de la calidad requerida. Estos bichos pueden llegar a una talla de 20 centímetros, ideales para la salmuera, como pronto veremos. Una talla de 12 a 15 centímetros es el estándar para hacerlos en vinagre. Mejor si parecen vivos, relucientes, con mirada entre pícara e inocente. En un buen mercado y en temporada alta, serán buenos. Pero si hay dudas, lo dejamos de nuevo para mañana.

Ha llegado ese esperado mañana y ya tenemos los boquerones. Si nos los dan limpios, bien. Si no, aún mejor. Unos guantes de látex o de nitrilo son casi imprescindibles para limpiarlos en casa. Pero hay que hacerlo bien, con una decapitación y una evisceración limpia, teniendo cuidado para no llevarnos parte de la carne al eliminar la espina central y las pequeñas aletas dorsales. Si están bien frescos, y deben estarlo para esta preparación, la carne estará tersa y tenderá a pegarse a la espina. Tiremos sólo lo mínimo imprescindible, no ya sólo por una cuestión de economía elemental, sino también para no dejar los lomos maltrechos. En esto, como en tantas otras cosas de la vida, la prisa no lleva a ninguna parte.

Una vez limpios los lomos, los ponemos en un cuenco grande, el más grande que podamos encontrar, y lo llenamos con agua fría. Movemos bien el asunto, hasta que el agua se enturbie con la sangre y pequeños restos. Lo que estamos haciendo es eliminar exceso de grasa. Tiramos el agua y volvemos a rellenar, repitiendo el proceso de remover y aclarar. Y así tantas veces como sea necesario, hasta que los lomos empiecen a blanquear. Mi confidente de Estrecho decía que dejaba los boquerones “al chorrillo del agua, hasta que se ponen blancos como la nieve”. Esto tiene dos inconvenientes: uno muy serio es el de utilizar más agua de lo que es razonable en un planeta reseco; otro, que los peces pierdan parte de su grasa imprescindible. Así que en cuanto empiecen a perder el tono pardo y sanguinolento del principio, sin que sea necesaria una blancura virginal, pasamos a la siguiente fase.

Pero antes un paréntesis. Si se nos olvida esta nota al margen corremos el peligro de envenenar a nuestros invitados, así que vamos a tomar el asunto muy en serio. Es imprescindible congelar los boquerones antes de consumirlos, como ocurre con cualquier otro pescado proclive a almacenar parásitos en sus vísceras, como el puñetero anisakis. Vale cualquier momento del proceso: cuando llegan de la pescadería, cuando ya los hemos limpiado, o cuando ya están tratados con el vinagre. Un mínimo de 24 horas a -18ºC y el anisakis, si estaba, será inofensivo. Yo prefiero hacer el tratamiento de frío cuando ya están limpios, pero antes de la maceración en vinagre. De este modo, habremos reducido notablemente las posibilidades de ingerir el maldito bicho, incluso muerto.



Ya podemos seguir. En el mismo cuenco, donde están los lomos ya limpios y blanqueados, ponemos un ajo entero golpeado -que retiraremos al cabo de los primeros 30 minutos- y vinagre, el suficiente para cubrir los boquerones con generosidad. Después de muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que el mejor vinagre es uno bueno de manzana. Hay uno de marca blanca, probablemente el más barato del mundo, que va de maravilla. También he probado otros, desde los más comunes de vino blanco a alguno de maíz, caña, e incluso de calabaza. Con alguno de estos, algo diluido, conseguí una blancura cegadora, pero los boquerones quedaron correosos e insípidos, así que descarto cualquier vinagre que no sea de manzana. Es más, una vez enjuagué los boquerones con sidra, en lugar de con agua, al final del proceso y el resultado fue antológico... e irrepetible, porque el truco no volvió a funcionar jamás.

Ah, también pueden hacerse con limón, pero ese otro secreto lo dejamos para una próxima confesión.

Bien, acabamos de cubrir los lomos limpios, desgrasados y medianamente blancos con vinagre. Aquí empieza un proceso que dará resultados excelentes si se respetan dos condiciones: una materia prima de buena calidad, eso ya lo hemos dicho, y un riguroso control de los tiempos. El proceso dura 75 minutos y requiere toda nuestra atención. Podemos simultanear este trabajo con otros procesos, pero parece cierto que los cerebros femeninos son más capaces de hacer esto, así que quien os habla, cuando hace boquerones, hace sólo boquerones, consciente de que son 75 minutos muy bien empleados.

Personalmente, no me ha funcionado esa actitud pasiva de “hala, guapos, ahí os quedais en el vinagre”. Son 75 minutos de nada, pero 75 minutos de gran intensidad. Yo los muevo constantemente en el recipiente, haciendo circular los del fondo hacia la superficie, cambiándolos de posición uno a uno, ahora boca arriba, ahora boca abajo...

La sal, ay la sal. Uno de mis confidentes de la taberna madrileña me dijo que un puñado de sal facilita mucho conseguir el toque de blancura. Con el tiempo he entendido que este puñado de sal se pone en el primer golpe de agua, pero debe eliminarse en cuanto se ha conseguido el objetivo. En caso contrario los boquerones quedarán salados y, con un poco de mala suerte, también correosos.

Así que he eliminado la sal casi por completo, incluso en ese primer baño de agua desechable, del modo que explicaré más abajo. Olvidemos por ahora la sal, porque tenemos los boquerones casi recién sumergidos en el vinagre y hay que atenerse al reloj. Ahora nuestro objetivo es ir reduciendo la concentración de vinagre. Transcurridos los primeros quince minutos, añadimos en el cuenco algo de agua. Según mis cálculos, una cuarta parte del vinagre que hayamos utilizado al principio. Para un litro de vinagre, un vaso corriente de agua, unos 230-250 ml de agua fría.

Vuelta a remover la parroquia de boquerones. Del fondo a la superficie, ahora boca arriba, ahora boca abajo... Que circulen, que se muevan, que podamos palpar con los dedos la consistencia de estos lomos. Más que nada, para evitar que empiecen a ponerse un poco rígidos.

Este proceso de añadir 1/4 de agua se repite cada quince minutos, hasta que en el último cuarto de hora tenemos ya el vinagre muy diluido y los boquerones completamente libres de cualquier impureza. Es el momento de la sal, ya no hay peligro de que el aderezo reseque o vuelva rígidos los boquerones. Una cucharada rasa de las de café con sal gruesa. Y remover bien, de nuevo del fondo a la superficie... En una ocasión, en lugar de sal utilicé el agua de conservación de unas olivas que había aderezado con anchoas y el resultado fue formidable. Claro, que hay que haber elaborado previamente olivas y anchoas de cosecha propia, cosa no del todo habitual...

Hemos llegado al final. Si hemos utilizado sal, sacamos los lomos uno a uno y los ponemos en otro cuenco con agua fría. Un baño rápido (muy rápido, un suspiro) y a escurrir. Si hemos utilizado el mencionado caldo de olivas y anchoas, el baño aún más breve. O ni siquiera baño, porque el aderezo en este caso es demasiado sutil y podría perderse.

Una vez escurrido el producto de nuestros desvelos, hay dos formas de conservarlo. Una es al natural, en el jugo residual del proceso, bien tapados y sobre una fuente o plato plano, a la espera del aderezo que prefiramos a la hora de servirlos. Con perejil y unas olivas, deliciosos; con un buen aceite también; con algo de ajo, eso ya va en gustos. Otra forma de conservación, algo más invasiva y arriesgada (el riesgo es perder parte del sabor del pez), consiste en sumergir los boquerones en un aceite de oliva no demasiado intenso. Si pasan mucho tiempo en ese baño, habrá que beberse literalmente el aceite para no perder el sabor del boquerón, práctica frecuente también entre quienes perfuman ese aceite de conservación con ajo y perejil, que para mi gusto es demasiado agresivo.

En aquel viejo bar de Madrid, de cuyo nombre sí me acuerdo, y se me saltan las lágrimas, ponían los boquerones al natural, pulcros, grandes, limpios y en formación, y justo al servirlos los rociaban con unas gotas de aceite. No digo más.

Si encontramos que nuestros boquerones están riquísimos, vivamos con ese entusiasmo en el corazón y no demos cobijo a la envidia o la ira, porque siempre llegará un gracioso con boquerones aún mejores. Démonos a probar, enterremos el hacha. Calma, concentración en el placer sublime de montar un boquerón en una patata frita que lo merezca, parsimonia y, si la situación lo justifica, ceremoniosa caída de ojos. Todo el mar en un gesto.

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