Ni ají ni paprika ni pimienta roja: pimentón mondo y lirondo, por más que Escoffier utilizara algo muy parecido en sus innovaciones pensando que se trataba de una “especia húngara”, como la que predomina en el gulash.
Por Jorge Silva
La Europa rica, la Europa que aspira a serlo y hasta la Europa antieuropea se resisten a aceptar que casi todo ha pasado por aquí, al Sur de Portugal y España. Lo que comemos, lo que nos gusta, lo elegante, lo culto, lo que está de moda o deja de estarlo... Pero tenemos tal complejo de inferioridad que terminamos comprando “paprika” compulsivamente, como verdaderos cantamañanas, para regocijo de las tiendas gourmet. Y no sólo paprika.
Hace ya varios años tuve la suerte inmensa de cocinar (¿?) a las órdenes de un chef tirolés en su restaurante cerca de Kitzbühel. El amigo Simon, precursor de la “slow food”, tenía en ese momento 22 años y acababa de convertirse en la estrella más joven del firmamento Michelin. O sea, que estaba crecidísimo, y eso que aún no había alcanzado la segunda... Me enseñó a hacer una “diapositiva de panceta” y me instruyó con gran paciencia y cortesía sobre algunas técnicas de marinado. En cambio yo le mostré el atajo para troquelar raviolis a la velocidad del rayo y, después de afearle en privado su deplorable paprika, le hice llegar pimentón de La Vera, que agradeció con un delantal de chef autografiado (delantal que busco cada día, sin éxito). A partir de ahí perdí su rastro.
¿Y qué aportaba el pimentón a una cocina híper-moderna de raíces francesas? Pues bastante más que el vermouth seco, la achicoria o el tomillo salvaje recolectado en las montañas. Aportaba un toque de fragancia invisible, casi indetectable. Y también un cierto aire reconstituyente, casi espiritual.
El pimentón contiene capsaicina, tan vinculada a su sabor y aroma como a sus propiedades antioxidantes, todo eso que ayuda al cuerpo a mantener a raya los radicales libres. Ya saben, esa cosa mala que provoca el envejecimiento y, con un poco de mala suerte, procesos tumorales. Así que nos encontramos otra vez con un producto que, además de rico ingrediente básico de las cocinas ibéricas, es una especie de medicamento.
El catálogo de recetas donde el pimentón es protagonista, o compañero inexcusable, es inmenso. ¿Qué sería de un chorizo, un congrio, unos caracoles o unos callos sin pimentón? Pero podemos quedarnos más cerca y apelar a la ocurrencia de cierto ciudadano quien, viéndose en la necesidad de perder media arroba de gordura, y al tiempo no pudiendo por sus propios medios renunciar al bocadillo de chorizo, dio en inventar a la desesperada el bocadillo de chorizo sin chorizo. Casi una cosa vegana, este invento consiste en una rebanada de buen pan, mejor levemente tostado, que se riega con abundante aceite de calidad... y un no menor cargamento del mejor pimentón. Con las papilas arrebatadas por la contención, mas la mente serena, aquel bocadillo sin chorizo fue (y es) un monumento a la chacina bajo en colesterol. Suculento, completo, inofensivo.
Así que estamos ante un ingrediente que salva vidas, conserva, adereza, y además alegra almas y corazones. Mejor si es de La Vera, donde lo hacen con variedades autóctonas de aroma inconfundible, las mejores por cierto elaboradas con pimientos secados al humo, aunque tampoco vamos a ponerle reparos al pimentón hecho con “ñoras” de Murcia, o al de Candeleda. Los herederos de aquellos pimientos que al parecer trajo Colón del nuevo mundo se mantienen fieles al original. Las semillas que viajaron a Oriente fueron objeto de toda clase de hibridaciones y experimentos, pero los jerónimos de Yuste, con quienes Carlos I pasó sus últimos días, preservaron la identidad de los frutos originales. No vamos a ponernos pedantes aquí con los nombres de las variedades que se utilizan para hacer pimentón, que son tres o cuatro y dan lugar a pimentones dulces, picantes y hasta agridulces. Sin mezclas, al parecer: un pimiento, un pimentón. Para más detalles, el Consejo Regulador de la DOP Pimentón de la Vera tiene un museo, una guía práctica y un listado de productores certificados.
Lo que sí averiguamos hace tiempo por otros cauces, cuando la molienda se depositaba directamente en el suelo de cemento y las normativas higiénico-sanitarias eran un poco menos repipis, pero el pimentón estaba igual de bueno, es que las variedades picantes requieren un fruto que exprime y agota de tal manera el suelo cultivable, que muchos productores de La Vera optaron en voz baja por aprovisionarse de pimientos del sudeste asiático, principalmente Vietnam y Tailandia. Ignoro si sigue en vigor ese recurso, y espero que no, porque en cierto modo se me helaba la sangre sólo con pensar que ese chorizo picante de León hubiera robado su alma en un huerto de Hanoi.
El pimentón tiene un rojo brillante, cuando no anaranjado, que ningún bodegonista ha conseguido pintar. Pero ojo, que se oxida, y entonces se oscurece el rojo intenso y se aplaca el aroma.
Se puede prolongar la vida media de un lote abriéndolo lo justo y necesario, no introduciendo jamás en el envase un instrumento siquiera sospechoso de estar húmedo, y manteniéndolo bien cerrado en lugar fresco cuando no se utilice. Si lo compramos en bolsa de plástico metalizado, una vez que decidamos abrirla lo mejor es guardar el producto en latas metálicas opacas y perfectamente herméticas. Nada de luz, aire o humedad, o adiós pimentón.
Se podría decir mucho más, pero yo me conformo hoy con agradecer sus esfuerzos a la Ruta de la Plata, a los arrieros maragatos y en general a los transportistas inquietos. Porque sin sus trasiegos el pimentón se lo habrían quedado en Extremadura, y entonces no existirían probablemente el pulpo a feira o el chorizo de León. El primero, un pretexto delicioso; el segundo, rey de todos los chorizos (comestibles) del planeta.
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