Recuerdo los churros de León, cuando íbamos a casa de mi abuela materna. No los hacía ella. Nos llevaba a una churrería cerca de su casa, con paredes de azulejo blanco y sin más decoración que un mostrador impoluto, donde los compraba para desayunar en casa. Salíamos impregnados hasta las pestañas del olor del aceite, y con una bolsa en la que aquel señor tan simpático depositaba unos churros gordos y largos, cortados al bies y envueltos en papel de estraza.
La siguiente escena era el papel extendido sobre la mesa de mármol blanca de aquella cocina de hierro y carbón. Con leche o cola-cao, o sin mojar. A veces los abríamos por el medio y comíamos por un lado la masa haciendo una bola, y luego el churruscado vacío y crujiente. Aquellos churros admitían todo tipo de juegos para el disfrute del previo y del durante.
Era sin duda el comienzo de una bonita amistad. Los churros han estado presentes en nuestra familia con regularidad, y no sólo en el desayuno porque mi padre se acercara al pueblo de al lado en la sierra para hacerse con un variado que incluía porras; o porque mi madre se decidiera a comprar una máquina para hacerlos en casa y alegrarnos las mañanas del fin de semana. Estos fritos de harina y agua nos han acompañado incluso en las cenas y, aunque pueda sonar raro, se incorporaban al menú de huevos fritos con total normalidad. Eran la alternativa al pan para mojar en la yema. Una combinación irresistible para degustar con moderación. Ojo, porque si se prueba puede ser adictivo.
Para mis padres, en sus frecuentes sesiones de hospital, era parada obligatoria antes o después de la consulta. En Madrid, y concretamente en el barrio en el que está el hospital en cuestión, no es difícil encontrar cafeterías en las que disfrutar de un buen chocolate con churros. Así que dicho y hecho, sin saltarse una sola ocasión. No siempre era lo más compatible con las indicaciones médicas, pero a veces hay que alimentar el alma para sobrellevar ciertas cosas. Como dice Punset, "la felicidad está en el viaje", no después, no al final.
El olor a café esperando que el churro se sumerja discretamente para mí es una fiesta, todavía hoy. Sensación de hogar, nostalgia e incluso en ocasiones, melancolía. Es el extra de un fin de semana de lluvia, o de sol. Siempre entra bien.
Así que me compré una máquina para hacerlos en casa, la más sencillita que vi, concretamente el mismo modelo que la que tenía mi madre, aunque no sea capaz de confirmar que se trate de la misma marca. Funciona perfectamente, y tiene dos tamaños de boquilla, una estrecha y una ancha. Tengo muestra de las dos versiones, aunque mis favoritos son los gruesos, pero churros, no porras. Las porras llevan bicarbonato y tengo entendido que para asegurar la burbuja en la masa utilizan boquillas especiales, de alto secreto. Tal vez es leyenda, podría investigarlo, pero de momento no tengo necesidad de confirmar este punto, al menos para lo que aquí nos ocupa.
Ingredientes:
1 medida de harina
1 medida de agua (hirviendo)
1 pizca de sal (o dos, según la cantidad de harina)
1 pizca de bicarbonato (aunque sea churro y no porra, le pongo una pizca para huir de masas mazacote)
Preparación:
Me viene a la cabeza la canción de "Pan con mantequilla, qué bueno que está, qué cosa tan sencilla, la la larará....). Algo así. La tarareaba mi madre, que era capaz de convertir cualquier melodía o cancioncilla en un clásico interpretado a las mil maravillas. Buena señal que cantara... también hay un refrán que se repetía en casa a este respecto: "pájaro que no canta, algo tiene en la garganta". (Y “pájaro que canta, las penas espanta”) (NdE).
En fin, se me agolpan los recuerdos, pero prometo que paro ya y voy al meollo de la cosa.
La sencillez del proceso es tal, que no hay mucho que explicar. Importante, hervir el agua, y añadirla a la harina con sal y bicarbonato en ese momento y removiendo para evitar grumos que luego cuesta deshacer. También decisivo, darle vueltas a mano, con cuchara de palo o de silicona, pero que sea recia, y mezclar los tres ingredientes lo suficiente para homogeneizarlos, pero sin pretender alcanzar una masa fina, sin altos ni bajos. Si nos pasamos en el amasado, que de hecho no llega a ser amasado, nos saldrán unos churros duros.
Así que ya está. La masa, caliente por el agua, la dejo reposar un poco, más con el ánimo de que se enfríe que otra cosa. No sé, diez minutos está bien, depende del hambre. Y de ahí, a la churrera, con la ayuda de una espátula. Es entretenido, todo muy manual (por supuesto el funcionamiento de la churrera también, con un émbolo y una palanca exterior para dosificar la masa sobre el aceite).
Aceite de girasol bien caliente, y a partir de que empiezo a echar la masa de la longitud deseada, bajo un pelo el fuego porque al elegir formato grueso, me tengo que asegurar de que queden bien cocinados por dentro.
En cuanto están dorados los voy sacando y los coloco sobre un papel absorbente de cocina para que suelten el exceso de aceite. El desayuno (o la cena) está a punto.
¡Que aproveche!
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