Aquí las responsabilidades se reparten más o menos al cincuenta por ciento. Son patatas, y tienen que freírse adecuadamente, pero también son bravas, de modo que tienen que estar algo picantes. O mucho, dependiendo de los gustos. En muchos bares de Madrid las bordan, pero las bravas son ya también patrimonio de Cáceres, Barcelona, Cangas de Onís, Silla, Zamora y Murcia capital. O sea, que son internacionales.
Por Jorge Silva
Las patatas bravas son una de esas recetas que puede no salir siempre como se espera, o siempre igual por lo menos, o bien estrictamente. La cosa es bien simple, tanto como hacer unas lentejas, y tal vez por eso algunos llevamos media vida persiguiendo el detalle definitivo sin haber obtenido más que aproximaciones a la excelencia pretendida. Es más fácil triunfar en lo complejo. Aquí el desafío -y el escalofrío- es resolver de forma impecable algo muy sencillo.
Las patatas tienen que ser de buena calidad y estar bien fritas, que ya es pedir mucho. El aliño tiene que recordar -en mi opinión, que es la de muchos- al que utilizaban en aquella tasca madrileña diminuta, inclinada y de suelo resbaladizo, donde también hacían unas vistosas gambas a la plancha, de tal tamaño, calidad y punto, que te las comías enteras, ojos incluidos. Eso reducía mucho la cuenta, pero también los desperdicios que los parroquianos arrojaban al suelo sin contemplación alguna.
En uno de los locales aledaños, de nombre contundente, la salsa brava pendía del techo, almacenada en un enorme depósito de metal antiguo, del que se surtía el personal mediante grifos arcaicos. Era un gozo ver aquel puré rojizo caer a discreción sobre gigantescos platos de patatas fritas en dados. Y era una proeza ingerir el manjar de sopetón, porque las temperaturas eran colosales. O, si no lo eran, al menos lo parecían, debido a la intensidad rabiosa de la salsa.
Con eso en la memoria, es inevitable llevar media vida tratando de hacer una buena salsa picante para acompañar unas patatas. El fruto de tantos años preguntando por aquí y por allá, probando esto y lo otro, nos lleva al siguiente resultado, para el que necesitaremos algunas cosas.
Ingredientes para las patatas:
Patatas en dados, 1 kg
Aceite de oliva para freír
Sal (espolvorear nada más sacar las patatas calientes de la fritura)
Ingredientes para la salsa brava:
Tomates maduros, 3 piezas medianas
Aceite de oliva, el fondo de una sartén
Laurel, 2 hojas
Ajo, 1 diente mediano, golpeado
Mantequilla, 1 nuez
Fécula de trigo o tapioca, 2 cucharadas soperas
Avellanas molidas, 10 piezas
Anacardos crudos molidos, 10 piezas
Zumo de medio limón
Vino blanco o vermut seco, 2 cucharadas soperas
Vinagre de vino, 1 cucharada sopera
Pimentón picante, 1 cucharada sopera
Pimentón dulce, 1 cucharada sopera rasa
Sal, al gusto
No hay mucho que añadir sobre el arte de freír bien unas patatas para este fin, que no haya sido descrito en otras ocasiones, por ejemplo cuando hablamos de las patatas a lo pobre .
Sin embargo, sí es preciso extenderse con la salsa brava, verdadero corazón de este aperitivo picante. Es este un aliño un poco misterioso, como corresponde a algo sencillo que viene a rematar una especialidad elemental de la culinaria de taberna. Tiene tomate, pero no tendría que saber a tomate. Lleva algún tipo de harina como espesante (aquí fécula de trigo o tapioca), pero en ningún caso ha de apreciarse el sabor o la consistencia de la harina; tiene o puede tener un poco de vino, pero sus vapores alcohólicos deberán disiparse por completo en la cocción. Hasta el picante necesita disimular su origen y transmutar su esencia, hasta convertirse en un picante cremoso, que puede hacer que se nos salten las lágrimas, de acuerdo, pero siempre con muchísima dulzura.
Podría llevar guindilla, cayena o un agresivo combinado tailandés en polvo, pero después de probar alternativas, descubrimos que el aporte picante ideal es una mezcla de pimentones. De La Vera, naturalmente. El mejor resultado lo hemos conseguido con un 60/70% de pimentón picante y un 30/40% de ahumado dulce; uno punzante, otro aromático. Es muy recomendable ir modulando estos porcentajes hasta alcanzar el grado de picante preferido por las papilas gustativas de cada cual, sin necesidad de recurrir a otros ingredientes.
Para la elaboración de la salsa, ponemos aceite en el fondo de una sartén grande. A fuego fuerte, para tostar el laurel y el ajo golpeado y retirarlos justo antes de que puedan dar sabor amargo. Ponemos el tomate cortado en dados, mientras bajamos la potencia a fuego medio. El resultado en este caso mejora si pelamos los tomates y ¡sin que sirva de precedente! les retiramos las semillas. Podríamos ser más respetuosos con el tomate y rallarlo, pero aun en ese caso saldrán adelante las semillas... y esta vez no nos viene bien nada que no sea pura y simple pulpa de tomate.
Cuando el tomate empieza a oscurecerse le añadimos la mantequilla y, antes de que ésta se disuelva del todo, incorporamos también la harina. Si hemos elegido harina de trigo, por ejemplo. Como espesante podemos utilizar también fécula de trigo, tapioca o, como hemos probado recientemente, harina de garbanzo. También hemos probado con lecitina, pero en este caso hay que remover con muuuucho cuidado para evitar la espuma y el engorro no compensa los beneficios. Se refuerzan muy bien cualquiera de estos espesantes, en consistencia pero sobre todo en aroma, con unas cuantas avellanas y unos anacardos bien molidos. Pero muy bien molidos, porque en la salsa no puede haber partículas de más de 85 micras, dicho así para ponernos un poco exquisitos: el resumen es que los ingredientes de la salsa picante tienen que resultar realmente impalpables. De ahí lo de rechazar esta vez las semillas del tomate... sin que sirva de precedente.
El vídeo de la salsa:
En cuanto los espesantes se han mezclado bien con el tomate y dan pruebas de estar cocinándose, incorporamos el vino, o en su defecto un vermut blanco seco. Cuando el vino pierde todo su alcohol, añadimos el vinagre y la mezcla de pimentones, con mucho ojo a la temperatura general para que el pimentón se deje ahí todos sus talentos, pero sin quemarse. A la menor duda, un chorro de zumo de limón refrescará el recipiente. Podemos repetir este remedio de bombero varias veces... sin dejar de remover.
Esta es la típica elaboración que agradece ayuda mecánica, pues hay que aportar calor constante sin dejar de remover. No batir ni agitar: remover. Al borde mismo de la ebullición, pero sin hervir. Sin prisa ni pausa, con la parsimonia y la efectividad de la gota china. Y así un buen rato, hasta que el resultado, puesto a punto de sal, haya perdido cualquier sabor de harina cruda: es la manera de saber si está lista.
Parecen las condiciones para admitir, aquí sí, un robot de cocina. Pero está demostrado que estos artilugios crean adicciones: empiezas utilizándolos cuando parece imprescindible hacerlo, y terminas usándolos siempre, para cualquier cosa, con las consecuencias que ya conocemos: atrofia de manos, desaparición progresiva de los brazos y, lo peor, que todo termina sabiendo aproximadamente igual. Así que mejor a mano, a brazo, con el brazo propio o el de un transeúnte o comensal a quien pillemos distraído con el ardid de que el ritual pueda formar parte del aperitivo.
Por encima de las patatas, espolvoreadas con sal NADA MÁS SALIR del aceite caliente, pondremos pequeñas dosis de salsa brava. Por apelar a la prudencia y permitir que los menos valientes prueben sin miedo. Tiempo habrá de añadir más salsa picante, dejando para ello un cuenco bien a mano.
Hala, que se enfrían.
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