Primero fueron las patatas, sin más, solas o como mucho acompañadas con ajo, cebolla y algo para darles color. Cuando las economías de subsistencia pudieron permitírselo, adornaron estos tubérculos magníficos con alguna proteína que tuvieran a mano. Qué más a mano que uno de los animales domésticos más aprovechables del planeta: el cerdo. Dos productos modestos pero eminentes que, juntos, ponen música en la cuchara.
Por Jorge Silva
Y como del cerdo hasta los andares, cualquier parte del tozudo cuadrúpedo es buena para combinar. Hoy elegimos costillas, adorno recurrente de los escaparates y tópico abundante en los mercados de carne. Si se puede elegir, pues no todas las partes del costillar son iguales, elijamos una mezcla de todos los estilos disponibles, con al menos la mitad de costillas de palo en el lote. Eso sólo podremos hacerlo si nos llevamos al menos un costillar entero: lo que no utilicemos en el guiso podemos hacerlo al horno.
En muchos sitios, y en particular en la provincia de Ávila, las disputas sobre las autorías de los platos, las tradiciones y el recetario se suceden de forma turbulenta. En Piedrahita, por ejemplo, se quejan de que sus alubias son tan buenas como las de El Barco de Ávila, si no mejores, y que en cambio pocos viajeros vagan por la región pidiendo alubias de Piedrahita. En la cocina de un local de Ciudad Real se alardeaba de la autoría de las patatas a la riojana, que no parecen ser de las inmediaciones de Logroño sino de la mismísima calle de la Morería. Por abundar en ello, son célebres las riñas entre Burgos e Higuera de Vargas acerca de quién trajo a este mundo la olla podrida.
Y ahí, dándole vueltas a todas estas razones que tanto impulsan el enfrentamiento como promueven la concordia, nos soplan al oído que las auténticas patatas con costillas, que no sabíamos que hubiera sólo una fórmula y que ésta tuviera forzosamente que ser auténtica, son de Ávila. ¿No les basta Teresa de Ávila? ¿No son suficientes las murallas, las ilustres yemas, o el chuletón famoso?
Bien, pues mi abuela paterna, sin ser de Ávila, hacía unas patatas con costillas como no he probado otras. No voy a revelar aquí cómo las hacía, porque lo ignoro. Del mismo modo que tampoco sé cómo lograban tan exquisito resultado en una inofensiva casa de comidas de Torrejón de Ardoz, local que reunía precios populares, calidad honesta y nombre difícil, o acaso demasiado fácil, pero por lo que se ve, difícil de recordar.
Puedo, eso sí, dar testimonio de mis propios hallazgos, a la luz de esa tarea emocionante que consiste en reproducir una fórmula al hilo de sus aromas. Patatas y costillas de cerdo. Poco más podemos añadir. Podemos tal vez alterar el orden del ritual que, en este caso, como en tantos otros, sí altera el producto.
Aunque ahora nos suene raro, las costillas añaden el toque oneroso a esta preparación. Sin ellas, estaríamos incluso un peldaño por debajo de las patatas a lo pobre, o sea a la altura de las patatas viudas, preparación que bien podría haber inspirado el dómine Cabra, y es algo pariente de las sopas de ajo. Éstas, al incorporar huevo, jamón y otros adornos, evolucionan a la sopa castellana, mientras que aquéllas conducen a las distintas fórmulas de patatas “ilustradas”, con carne, pescado e incluso algún marisco.
El ingrediente fundamental es la patata, de la que ya habremos mencionado todas las bendiciones que en rigurosa justicia la adornan. Aquí una patata recia competirá demasiado con la costilla, de modo que tal vez nos interese una patata de cocción más rápida.
Ingredientes
Patatas peladas y cacheadas
Costillas de cerdo troceadas (una mezcla de los distintos estilos del costillar)
Aceite de oliva, el fondo de una olla
Vermú seco y/o vino blanco
Media cebolla tierna, finamente picada
Ajos troceados
Perejil picado fino
Pimienta (pimientas) en grano
Tomillo
Pimentón al gusto
Sal al gusto
Procedimiento
Es un guiso sencillo, en el que, por eso mismo, equivocarse está a la vuelta de la esquina. El orden de los factores es esencial. Nada de meterlo todo en la olla y andando. Primero un sofrito con los ingredientes que más a mano tengamos, y nada más doradas las verduras incorporamos las costillas en trozos no muy grandes, ya que el secreto es que las costillas se cocinen a fondo. De esta manera, cederán a las patatas toda la gelatina y el calcio del hueso, mezclarán bien su sabor con el resto y, sobre todo, la parte no comestible quedará reducida a la mínima expresión y se desprenderá sin esfuerzo.
Sugiero sofreír a fuego suave la cebolla, la pimienta y el perejil, añadir el ajo cuando se transparenta la cebolla, y las costillas justo antes de que el ajo tome color. El sofrito admite también añadir otras verduras, como puerro, pimiento, guisantes, zanahoria, habas, tomate e incluso berenjena, pero la versión más sencilla creo que respeta mejor el equilibrio de los sabores. Incluso se puede prescindir aquí de algo tan omnipresente como el laurel, que es sutil, agradable y muy mediterráneo, pero recuerda demasiado al sota-caballo-rey del camino trillado, y para caminos trillados ya hay actividades más apropiadas que cocinar.
¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Una vez que las costillas estén un poco doradas, casi hechas, interrumpimos la fiesta con el vino y completamos poco después con agua, que además servirá para enjuagar y repartir (evitando además que se quemen) un par de cucharadas de pimentón. Buen momento también para incorporar el tomillo. Y arriba el fuego, hasta el primer hervor.
A partir de ahí, con todo lo demás en la olla, es el momento de añadir las patatas, siempre cortadas de esa manera para facilitar la difusión de sus espesantes naturales. Dependiendo de la prisa, podemos cerrar la olla y darle un ciclo de presión de unos 15 minutos... o mejor dejarla abierta a fuego medio durante media hora. Si son 40 ó 45 minutos, casi mejor, pero sin descuidar la evolución del guiso y la humedad necesaria.
Si hay que añadir agua, se añade. Si, en cambio, nos hemos pasado con el líquido, un buen apaño es aplastar aparte algunos trozos de patata, mezclando el resultado con caldo del que está sobrando y, sólo en situaciones de verdadera emergencia, añadiendo una cucharada de harina. Pero este guiso se repara y ajusta él solo muy bien, por muy poco interés y cariño que le pongamos. Nada preocupante, dado que el cariño será mucho.
Tan importante como respetar el orden de los factores y dar una buena cocción a la carne -por lo menos el doble de tiempo que a la patata- , tan importante como eso, decía, es el reposo. Ocurre lo mismo con otros guisos, de esos que “no te lo vas a creer, pero están mejor al día siguiente”, pero el ritual del reposo es aquí imprescindible. Las patatas con costillas requieren una pausa previa, durante la cual se asientan los sabores, se traba todo y se alcanza la consistencia debida. Hay una diferencia notable entre engullir apresuradamente unas patatas con costillas (quemaduras de paladar aparte) y comérselas bien reposadas, tranquilamente, tanto mejor si es en buena compañía.
El resultado es nutritivo y divertido. Los paladares experimentados evocarán aventuras y pasajes vitales de mayor o menor interés. Los menos hechos aceptarán de inmediato: no se conoce rechazo alguno en los últimos cinco o seis siglos. Ni siquiera en el caso de los niños, que suelen probar lo desconocido con actitud inversa a los recelos y precauciones de sus progenitores.
Los niños sin educar, esos que tienen el paladar aún desinformado, o por educar, encontrarán en este guiso un buen aliado de una alimentación amena, porque la parte no comestible, que pudiera rechazarse por dura o correosa, o en definitiva menos apetecible, habrá quedado reducida a unos huesecillos que se desprenden sin esfuerzo y a unos pocos cartílagos que se orillan ellos solos y no terminan de molestar. En cuanto a los menores simplemente mal educados, acaso tengamos que colmar su gusa con huevas de esturión, chacinas de varias jotas y hasta sabores trufados, de lo que se infiere, entre otras cosas, que la educación es un gasto a la larga muy provechoso.
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